El hambre es un plato histórico
     espeso, muy espeso,
de gruesos bordes y del tamaño
     del planeta acechado
     que lo muerde.
Pero nadie nombre al hambre
     ni a los mecanismos
legendarios y aceitados del
     olvido:
es político, es grosero y
     tendencioso.
Mejor miremos todos a la Luna,
     a Venus y a Mercurio,
y cantémosles a los cuerpos
     celestes y a sus órbitas:
es alentador, es místico,
     grandioso (y nos evitará
inconvenientes, cercos,
     odios, mala fama).
Oremos, cantemos, y callemos
     en todos los idiomas;
así se hizo, ¡así se hace!;
     y hablemos de esperanzas
y de ayudas e inversiones
     que traerán
mejores cepas y abundancia.
     Nadie
nombre al hambre
     por su nombre,
nadie por sus industrias
     y oficios increíbles;
presidentes, comisionistas,
     inversores,
infantes, obispos, escribas
     y ministros.
Además, siempre, siempre
     hubo
días de sol o niebla
     y tiempos de granizo;
así, así, así es la vida
     con su azar,
su espada filosa, su prensa
     diaria y su destino.
Quien quiera saltar,
     que salte;
quien quiera entender,
     entienda,
o se marche a otra
     parte.
Pero nadie nombre al hambre
     por sus barrigas,
por sus grietas y tormentas,
     y nadie
quiera contarle en voz alta
     las costillas.
Que los rituales sean en
     silencio
o con propuestas (y en lo
     posible
que no queden registros),
     mientras todo,
el país, el continente,
     el planeta,
siga dando vueltas
     como una calesita
chirriante, rodeada de cielo
     prometedor
y de humareda.
               Eduardo Dalter, poeta argentino